Aunque son muy abundantes las referencias literarias a la cebolla, ninguna es más conmovedora que las Nanas de la cebolla, del poeta alicantino Miguel Hernández (1910-1942), tanto por su contenido como por las circunstancias en que compuso la obra.
En abril de 1939, al final de la Guerra Civil, Miguel Hernández fue detenido por su apoyo al bando republicano. En agosto, el escritor recibió en prisión una carta de su mujer en la que esta le contaba que su hijo, nacido en enero de ese año, ya tenía cinco dientes y señalaba también que ella se alimentaba de pan y cebollas hervidas.
Muy afectado, el poeta pasó unos días sin querer salir al patio de la prisión antes de responder a su esposa:
“Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles, te mando esas coplillas que le he hecho, ya que aquí no hay para mí otro quehacer que escribiros a vosotros o desesperarme…»
Esas coplillas son las Nanas de la cebolla, un poema en el que Miguel Hernández fundió la angustia por la situación de su familia, simbolizada en la comida de cebollas, con imágenes tiernas y sencillas para conseguir uno de sus poemas más recitados.
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
Una mujer morena
resuelta en luna
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te traigo la luna
cuando es preciso.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en tus ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que mi alma al oírte
bata el espacio.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.
La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!
Desperté de ser niño:
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.
Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne es el cielo
recién nacido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!
Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.
Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa ni
lo que ocurre.
Este poema es también conocido en la voz de Joan Manuel Serrat. Está incluido en su álbum Miguel Hernández, de 1974, y la música es de Alberto Cortez.